Yo conocía la gata de la vecina. La
del apartamento que estaba arriba del de Juan Luna. Era Agatha, siempre venía
con la vecina, desde el primer día me había caído muy bien, era una gata
atrigresada de carácter fuerte, eso lo supe cuando me aruño la cara por olerla
en la cola. Nos asomábamos por el balcón para sentir el viento chocando en
nuestros bigotes y poder ver el atardecer. Los dos jugueteábamos en la sala. Agatha siempre era muy refinada, caminaba afrancesada y estilizada entre los muebles
como si estuviera siendo reverenciada por una multitud. Su pelo era largo y lizo,
siempre estaba perfectamente acomodado, cuidado al detalle. Era realmente una
princesa. Ella dejaba su trono, para visitar a sus súbditos, molestos,
malolientes, pero necesarios. Esos éramos Juan luna y yo. Al principio supongo
que no le agradaba mucho la idea de venir a este apartamento, pero después empezó
a disfrutar el estilo rupestre que se encontraba cuando venía. Las nubes
naranjas que veíamos moverse en el horizonte. Los recuerdos cabalgantes que
viajan hacia otras tierras. Que imaginábamos cuando mirábamos por la ventana.
Desde ahí nos podíamos ver superiores, las personas lucían como hormigas,
insignificantes a la mirada. Caminando erráticamente por la calle.
Tengo que decir que Manuela, la
vecina, tocaba la puerta de Juan Luna con mucha frecuencia. Ella era una mujer carismática,
que siempre estaba tranquila, dueña de la situación con su alegría. Tenía un
sentido del humor bastante refinado. Cuando los escuchaba hablar, ella siempre se
reía de Juan Luna, de su torpeza, de su aspecto desaliñado y de sus
ocurrencias. Me gustaba que me acariciara, subirme atrevidamente en sus piernas
y dejar que frotara sus dedos contra mi cabeza diciendo que era lindo, que era
un gato lindo. Yo la olía y me restregaba contra su vientre. Siempre tenía una
fragancia estimulante y embriagadora emanando de su cuerpo, un narcótico con
olor a cítrico. Su pelo era ensortijado y caía sobre sus hombros, su piel era
acanelada, tenía un rostro con rasgos delicados, su mirada estaba pacificada y se amplificada
en sus ojos almendrados que miraban fijamente. Se vestía con blusas sencillas y
pantalones remarcados para su cadera, de muchos colores, azules, verdes, cafés,
rojos, amarillos. Era inevitable mirarla, perderse en los colores que se movían
envueltos en fu figura.
Manuela y Juan Luna eran amigos que
se habían toqueteado en una noche ambientada por el licor añejado y los porros.
Todo eso paso en el apartamento de ella. Lo supe, porque después escuche como
hablaban de lo aparatoso que había resultado el encuentro, no por la pasión
desbordada, sino por la falta de coordinación que los hizo quebrar una mesa de
vidrio al querer tenderse sobre ella. Como esto no había no trascendido más
allá de un revolcón, terminaron siendo amigos. Ellos pasaban tardes hablando,
ella venia y le cocinaba algo rico y después se sentaban a comer. Yo me sentía feliz
por tenerla con nosotros, era una amiga de los dos. Además cada vez que venía traía
a Agatha la emperifollada gata que se contoneaba por la puerta con un aire de
superioridad.
Las tertulias entre ellos dos
pasaban por todos los temas, subían y bajan en una espiral de palabras que recorrían
la literatura, la política, el sexo, la comida, los deportes, la religión, el
clima, Amanda. Ese también era un tema del que hablaban, Manuela conocía de la relación
accidentada entre Juan Luna y Amanda. No se encontraba entre sus afectos, un
par de veces se habían visto, yo estaba ahí, mirándolas. Era un ambiente tenso
el que se formaba cuando estaban los tres. Una sensación de calma antes de la
tormenta. Algunas veces Amanda se quedaba a la tertulia. Dos mujeres en el
centro, dominando la situación, debatiendo sobre la vida en el mueble de Juan
Luna. Solo la noche se llevaba la tensión entre las dos, todos estaban más felices, el
alcohol ya los recorría, el humo subía de colores hacia el techo y se llevaba la
saña entre Manuela y Amanda. El tiempo se detenía. Amanda besaba a Juan Luna,
se le comía la boca, lo golpeaba con los dientes en sus labios, era una lucha. Los
dos se agarraban del cuello para los embates. Era una mezcla entre amor y odio
la que los impulsaba. Amándose y odiándose al mismo tiempo. Una escena irreal
que nos tenía a Manuela y a mí, como espectadores en la primera fila.
Ellos se iban sin decir nada de
la sala, y Manuela se quedaba sola sentada en el balcón del apartamento. Prendía
lo que quedaba de algún porro y lo pasaba con Whisky. Miraba entre la noche al
horizonte, iluminada por la luna. Yo me
refregaba a ella para llamar su atención. Ella me recogía del piso y me ponía entre
sus piernas, cargándome. Yo me desparramaba y la miraba. Era una mujer hermosa
que me acariciaba con amor. Era un buen momento para morir, junto a ella, acostado
en sus piernas, oliéndola, y perdido en su mirada.