domingo, 24 de febrero de 2013

SIMON VALENTIN TRES


Yo conocía la gata de la vecina. La del apartamento que estaba arriba del de Juan Luna. Era Agatha, siempre venía con la vecina, desde el primer día me había caído muy bien, era una gata atrigresada de carácter fuerte, eso lo supe cuando me aruño la cara por olerla en la cola. Nos asomábamos por el balcón para sentir el viento chocando en nuestros bigotes y poder ver el atardecer. Los dos jugueteábamos en la sala. Agatha siempre era muy refinada, caminaba afrancesada y estilizada entre los muebles como si estuviera siendo reverenciada por una multitud. Su pelo era largo y lizo, siempre estaba perfectamente acomodado, cuidado al detalle. Era realmente una princesa. Ella dejaba su trono, para visitar a sus súbditos, molestos, malolientes, pero necesarios. Esos éramos Juan luna y yo. Al principio supongo que no le agradaba mucho la idea de venir a este apartamento, pero después empezó a disfrutar el estilo rupestre que se encontraba cuando venía. Las nubes naranjas que veíamos moverse en el horizonte. Los recuerdos cabalgantes que viajan hacia otras tierras. Que imaginábamos cuando mirábamos por la ventana. Desde ahí nos podíamos ver superiores, las personas lucían como hormigas, insignificantes a la mirada. Caminando erráticamente por la calle.

Tengo que decir que Manuela, la vecina, tocaba la puerta de Juan Luna con mucha frecuencia. Ella era una mujer carismática, que siempre estaba tranquila, dueña de la situación con su alegría. Tenía un sentido del humor bastante refinado. Cuando los escuchaba hablar, ella siempre se reía de Juan Luna, de su torpeza, de su aspecto desaliñado y de sus ocurrencias. Me gustaba que me acariciara, subirme atrevidamente en sus piernas y dejar que frotara sus dedos contra mi cabeza diciendo que era lindo, que era un gato lindo. Yo la olía y me restregaba contra su vientre. Siempre tenía una fragancia estimulante y embriagadora emanando de su cuerpo, un narcótico con olor a cítrico. Su pelo era ensortijado y caía sobre sus hombros, su piel era acanelada, tenía un rostro con rasgos delicados, su mirada estaba pacificada y se amplificada en sus ojos almendrados que miraban fijamente. Se vestía con blusas sencillas y pantalones remarcados para su cadera, de muchos colores, azules, verdes, cafés, rojos, amarillos. Era inevitable mirarla, perderse en los colores que se movían envueltos en fu figura.

Manuela y Juan Luna eran amigos que se habían toqueteado en una noche ambientada por el licor añejado y los porros. Todo eso paso en el apartamento de ella. Lo supe, porque después escuche como hablaban de lo aparatoso que había resultado el encuentro, no por la pasión desbordada, sino por la falta de coordinación que los hizo quebrar una mesa de vidrio al querer tenderse sobre ella. Como esto no había no trascendido más allá de un revolcón, terminaron siendo amigos. Ellos pasaban tardes hablando, ella venia y le cocinaba algo rico y después se sentaban a comer. Yo me sentía feliz por tenerla con nosotros, era una amiga de los dos. Además cada vez que venía traía a Agatha la emperifollada gata que se contoneaba por la puerta con un aire de superioridad.

Las tertulias entre ellos dos pasaban por todos los temas, subían y bajan en una espiral de palabras que recorrían la literatura, la política, el sexo, la comida, los deportes, la religión, el clima, Amanda. Ese también era un tema del que hablaban, Manuela conocía de la relación accidentada entre Juan Luna y Amanda. No se encontraba entre sus afectos, un par de veces se habían visto, yo estaba ahí, mirándolas. Era un ambiente tenso el que se formaba cuando estaban los tres. Una sensación de calma antes de la tormenta. Algunas veces Amanda se quedaba a la tertulia. Dos mujeres en el centro, dominando la situación, debatiendo sobre la vida en el mueble de Juan Luna. Solo la noche se llevaba la tensión  entre las dos, todos estaban más felices, el alcohol ya los recorría, el humo subía de colores hacia el techo y se llevaba la saña entre Manuela y Amanda. El tiempo se detenía. Amanda besaba a Juan Luna, se le comía la boca, lo golpeaba con los dientes en sus labios, era una lucha. Los dos se agarraban del cuello para los embates. Era una mezcla entre amor y odio la que los impulsaba. Amándose y odiándose al mismo tiempo. Una escena irreal que nos tenía a Manuela y a mí, como espectadores en la primera fila.

Ellos se iban sin decir nada de la sala, y Manuela se quedaba sola sentada en el balcón del apartamento. Prendía lo que quedaba de algún porro y lo pasaba con Whisky. Miraba entre la noche al horizonte, iluminada por  la luna. Yo me refregaba a ella para llamar su atención. Ella me recogía del piso y me ponía entre sus piernas, cargándome. Yo me desparramaba y la miraba. Era una mujer hermosa que me acariciaba con amor. Era un buen momento para morir, junto a ella, acostado en sus piernas, oliéndola, y perdido en su mirada.

viernes, 15 de febrero de 2013

UN TRISTE SUEÑO


Es el primer día del mes, él va en un taxi hacia algún lado. Hace mucho frío,  las nubes grises ocultan el sol, la niebla cubre la ciudad. Es un ambiente melancólico donde todo luce más opaco, las calles están mojadas con una suave brisa que cae. El corazón le late con ritmo menor, su pecho le duele, es un dolor que no había sentido antes. Las ventanas del taxi se cubren de bruma, él pasa su mano por la ventana para ver hacia donde van. Su cara le pesa, siente que se quiere caer, algo dentro de él quiere salir. Le sorprende lo gris de las cosas que ve por la ventana al pasar, le hacen una invitación a la tristeza. Sus dedos están pálidos, salen con su mano de un saco negro. El frío le empieza a doler en el cuerpo, le recorre los huesos, le hiela el alma en su paso.

Él no sabe cómo entro al taxi, no sabe en qué momento se sentó, no lo recuerda. Pero sabe hacia dónde va. Sabe que al llegar a destino la nostalgia va a ser lo único que sienta, sus pensamientos están puestos en ese lugar, de donde va a partir lo único que ha querido en mucho tiempo. Sus pensamientos abordaran un expreso hacia la nada, serán mutilados, andarán por un camino minado cuando ponga sus pies en el asfalto. La neblina cubre el camino, solo pueden ver pocos metros delante de ellos, es como si se hicieran paso al andar, si descubrieran el camino con cada metro que recorren. Él solo le puede ver la nuca al conductor, el espejo retrovisor no le devuelve una cara, pero nada  le resulta extraño. Él solo está pendiente de no desintegrarse, de no ser niebla, y de no desvanecerse.

El tiempo está congelado, él no puede decir con certeza cuanto tiempo ha estado sentado en el taxi, ya han pasado muchas calles, son sitios familiares para él. Cada uno está asociado a una persona o algún evento que evoca en su mente un recuerdo. Sitios que son parte del gran rompecabezas de sentimientos que lo tienen ahora viendo la ciudad nublada y triste.

Las sensaciones empiezan a ser más violentas, cuanto más triste se siente, más llueve, ahora no es solo brisa la que los cubre, se abre el cielo ante ellos, la lluvia golpea el carro con virulencia. El conductor esta inmutable solo mueve sus manos para no salirse del camino. Los sacude el viento, en un bamboleo hacia los costados, la turbulencia de sus pensamientos lo sacuden contra las puertas. Él va como el presidiario que tiene una cita con la cámara de muerte, donde le darán una inyección letal que se clavara en sus carnes más bien como una puñalada desgarradora.

El aeropuerto es  su destino porque es allí donde él despedirá una parte de su corazón, la parte que le hacía sentir, la parte donde habían crecido el amor, y la sensación de bienestar que lo hacía levitar, que cortaba con todo sufrimiento, que lo hacía dormitar entre las sabanas que lo cubrían de caricias. Se va a ir lo que él pensó que no lo mataría.

Han llegado al final del camino, el comienzo de su real sufrimiento. El taxi se detiene, él abre la puerta y pone los pies afuera, al mismo tiempo  se ve inundado de la neblina que lo recorre, siente un frío sepulcral que le golpea la cara. Cierra la puerta y camina hacia el aeropuerto. Será la última estación para su tristeza. Entra por una puerta grande, pasa por varias hileras de asientos vacíos, y entra a una habitación de ventanas de cristal de donde puede ver una pista. Él sabe que es el lugar donde será abandonado por el bienestar que había sentido tiempo antes. Escucha un ruido estruendoso de un avión que carretea al inicio de la pista. Esto es lo que él vino a ver, como se le iba el amor, el cuerpo portador de ese amor. Una herida en su brazo se expande y deja salir un espeso líquido viscoso que trae todo lo que él tenía sobrevencido, en mal estado, contaminado por la tristeza y el desconsuelo.

El avión alza vuelo y rompe las nubes grises, lo que le permite ver un rayo de luz que descubre el sol, ese que hasta ahora nunca había visto y descascara las nubes para resplandecer con un brillo casi segador. Él camina con buen día de regreso a ningún lado, reponiéndose de la lucha que ha  sido el sueño, camina erguido y desafiante. Intenta prevalecer al embate de lo que se ha ido, le da un repaso a todo cuanto lo extasió y que se fue hacía lo que ya no será nada. 

lunes, 4 de febrero de 2013

AVANZAR PARA NO CAER


Avanzo pero siento mi recorrido interminable. Los arboles se hacen cada vez más frondosos, ya no veo la luz, casi tengo que tantear el camino para no caer al abismo, todo esta oscuro.
Al fondo escucho un río, quiero llegar para beber, me siento observado, deben ser los animales que atrae mi caminar constante.

Me aterra ver los ojos brillando desde todas direcciones, no puedo distinguir sus figuras, solo sus ojos inquietantes que me siguen con cautela, esperando quizás a que me caiga para atacarme.

El río es muy grande, trato de entrar pero la corriente es muy fuerte, ya no me puedo devolver, tengo que seguir avanzando. Salto al río  sintiendo un pánico aterrorizante, el agua esta muy fría, lucho para salir, para respirar, no puedo.

Pienso en rendirme, dejar simplemente que la corriente me arrastre, que decida donde votar mi cuerpo. Pero mi orgullo me hace luchar, patalear para salir, como puedo me sostengo de una rama, la orilla esta varios metros sobre mi cabeza. Todo mi cuerpo tiembla, tengo que salir, trepo colgándome de las ramas que me raspan y me cortan los brazos. Estoy adolorido, me tiendo sobre la orilla.

Por fin amanece, toda la oscuridad se va, el bosque parece más amigable. Dejo el río atrás y empiezo a caminar entre los árboles, la bruma de la mañana me moja la cara, estoy despierto.